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SAN VICENTE DE PAUL
1581 - 1660
5. NOVENA IV

Páginas: 1. Oraciones | 2. Novena I
3. Novena II | 4. Novena III | 5. Novena IV



[Retrato de San Vicente de Paul en un grabado antiguo]

PÁGINAS DE LA NOVENA

I. Oraciones iniciales y finales

II. Días 1 a 3

III. Días 4 a 6

> IV. Días 7 a 9

por el P. Antonio Mora, C.M.

   

IV. DÍAS 7 | 8 | 9

DÍA SÉPTIMO [Ir al principio de esta página]

La virtud de la uniformidad

Comenzar con la oración preparatoria para todos los días.

La uniformidad es un estado o una virtud, o las dos cosas a la vez. La uniformidad, considerada en un individuo, es una virtud que lo hace obrar en conformidad con su condición; y considerada en la comunidad, es un estado que, uniendo a todos los individuos, forma de los diversos miembros un solo cuerpo vivo con sus operaciones propias. Por consiguiente, los misioneros son unánimes si no tienen más que un solo espíritu que los anime; y son uniformes si no tienen más que un alma que tiene las mismas facultades en cada uno de ellos.

¿Qué entiende usted por facultades? Yo entiendo el entendimiento, la voluntad y la memoria, que son las facultades o potencias del alma, y que tienen que ser semejantes en cada uno de nosotros; de forma que, propiamente hablando, tener uniformidad es tener un mismo juicio y una misma voluntad en las cosas de nuestra vocación.

Pues bien: en esta relación o semejanza que tenemos mediante esta unión, hay que distinguir entre las actitudes naturales del cuerpo y las acciones morales; pues en las actitudes del cuerpo es difícil que haya unanimidad: nunca hay dos rostros iguales, ni tampoco son iguales el caminar, el hablar y los gestos de dos personas.

Pero, en cuanto a las acciones morales sí que tiene que haber unanimidad, ya que las virtudes que las producen radican en el alma y todos nosotros no somos más que una sola alma y, por consiguiente, hemos de tener un mismo juicio, una misma voluntad y unas mismas operaciones.

Es verdad que, a propósito de las ciencias es casi imposible que todos se parezcan; pero respecto al fin de nuestra vocación, que es tender a la perfección, trabajar por la instrucción de los pueblos y el progreso de los eclesiásticos, hemos de convenir en el mismo juicio, tenemos que juzgar de la misma manera y hacernos semejantes en la práctica.

Quizás los extremos nos ayuden a conocer mejor este estado del que estamos hablando. Un extremo de la unanimidad es la división y la separación; uno tira de un lado y otro de otro; cada uno hace como le parece. El otro extremo consiste en dejarse llevar por el abandono, por el humor y las acciones desordenadas del prójimo.

¿Cuáles son los motivos que tenemos para conservar y aumentar esta uniformidad? Encontramos muchos en la sagrada Escritura: «Para que con un mismo corazón y una misma boca honréis a Dios Padre» (Rm 15,6). En la carta a los Filipenses (2, 2): «Colmad mi gozo, no teniendo más que un mismo corazón y los mismos sentimientos para conservar la caridad». Tened el mismo sentir, nos dice; haced todo lo que podáis por tener los mismos afectos, por juzgar lo mismo de las cosas, por estar de acuerdo, por no disputar jamás; cuando uno exponga su parecer, que los otros lo suscriban y apoyen, juzgándolo mejor que el suyo propio.

Otro pasaje dice: unánimes collaborantes; trabajad todos unánimemente. No debemos estar unidos sólo en cuanto a los sentimientos interiores, sino, además, en las obras exteriores, ocupándonos todos en ellas según nuestras obligaciones; y como todos los cristianos tienen que colaborar en todo lo referente al cristianismo, también nosotros hemos de cooperar en todos los trabajos de la Misión conformándonos en el orden y en la manera.

Otra razón que tenemos para practicar la uniformidad es que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso llevar una vida común para conformarse a los hombres, y así atraerlos mejor a su Padre, y se hizo todo para todos, mucho mejor que san Pablo, para ganarlos a todos.

Basta esta razón para convencernos, pero os indicaré además una que nos toca muy de cerca: que la uniformidad engendra la unión en la compañía, que es el cemento que nos une, la belleza que nos hace amables y [así] podamos arrastrar a los demás.

Por el contrario, si quitáis de entre nosotros esa uniformidad que produce la semejanza, quitáis de allí el amor. Donde hay espíritus que se singularizan, allí hay almas divididas. Los que se singularizan en el vestir, o en el comer, o en las demás necesidades comunes, resultan molestos a los que siguen la comunidad. ¤ (Cf. Op.cit., nn. 904-905, 906a, 907-909a, 912a, 913-914).

Oración final. Te pedimos, Dios nuestro, que nos hagas a todos, lo mismo que a los primeros cristianos, un solo corazón y una sola alma. Concédenos la gracia de que no tengamos dos corazones ni dos almas, sino un solo corazón y una sola alma, que informen y uniformen a toda la comunidad; quítanos nuestros corazones particulares y nuestras almas particulares que se apartan de la unidad; quítanos nuestro obrar particular, cuando no esté en conformidad con el obrar común.

Terminar con los gozos o himno a San Vicente.

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DÍA OCTAVO [Ir al principio de esta página]

Sobre la necesidad de soportar a los demás

Comenzar con la oración preparatoria para todos los días.

Después de haber hablado varios de la compañía, el padre Vicente concluyó diciendo que había quedado muy edificado por lo que acababan de decir los que habían hablado sobre este tema. Se ha dicho muy bien que esta paciencia es en una congregación algo así como los nervios en el cuerpo humano.

En efecto, donde no se soportan los individuos de una casa o de una comunidad, ¿verdad que sólo se aprecia un gran desorden?. Nuestro Señor supo soportar a san Pedro, a pesar de haber cometido aquel pecado tan infame de renegar de su Maestro. Y a san Pablo, ¿no lo soportó también nuestro Señor? ¿Se encontrará en alguna parte a un hombre que sea perfecto y sin defecto alguno, y al que no tengan que soportar los demás? ¿Se encontrará en alguna parte algún superior que carezca de defectos, y al que nunca tengan necesidad de soportar sus súbditos? ¡Ojalá hubiera alguno! Pero me atreveré a decir más: el hombre está hecho de tal manera que muchas veces no tiene más remedio que soportarse a sí mismo, ya que es cierto que esta virtud de saber soportar es necesaria a todos los hombres, incluso para ejercerla con uno mismo, a quien a veces cuesta tanto soportar.

¿En qué hemos de soportar a nuestros hermanos? En todas las cosas: soportar su mal humor, su manera de obrar, de actuar, etc., que no nos gusta, que nos desagrada. Hay personas de tan mal carácter que todo les disgusta y que no pueden soportar la más mínima cosa que vaya en contra de su humor o de su capricho.

El bienaventurado obispo de Ginebra decía que le había sido más fácil sujetarse a la voluntad de cien personas que sujetar a una sola de ellas a la propia voluntad. (Cf. Op. cit., nn. 552-554).

Oración final. Salvador nuestro: ¿te veremos practicar la mansedumbre tan incomparablemente con los criminales, sin hacernos mansos nosotros? ¿No nos sentiremos impresionados por los ejemplos y enseñanzas que encontramos en tu escuela?

Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, haznos en esto semejantes a ti. Amén.

Terminar con los gozos o himno a San Vicente.

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DÍA NOVENO [Ir al principio de esta página]

Sobre la caridad con el prójimo

Comenzar con la oración preparatoria para todos los días.

Esta caridad es de obligación; es un precepto divino que abarca otros. Todos saben que en el amor de Dios y del prójimo están comprendidos toda la ley y los profetas. Todo se condensa en ellos; todo se dirige ahí; y este amor tiene tanta fuerza y primacía que el que lo posee cumple las leyes de Dios, ya que todas se refieren a este amor, y este amor es el que nos hace hacer todo lo que Dios pide de nosotros. Pues bien, esto no se refiere únicamente al amor a Dios, sino a la caridad con el prójimo; esto es tan grande que el entendimiento humano no lo puede comprender; es menester que nos eleven las luces de lo alto para hacernos ver la altura y la profundidad, la anchura y la excelencia de este amor.

¿Cuál es su primer acto? ¿Qué produce en el corazón que está animado por ella? ¿Qué es lo que sale de él, y lo que no sale del corazón de un hombre que esta privado de ese amor y no tiene más que movimientos animales? Hacer a los demás lo que razonablemente querríamos que nos hicieran a nosotros; en esto consiste el quid (la clave) de la caridad.

¿Es verdad que yo le hago al prójimo lo que deseo de él? ¡Es un examen muy serio el que tenemos que hacer! Pero, ¿cuántos misioneros hay que tengan al menos esta disposición interior?

¡Dios mío! ¿Donde están? Se encontrarán muchos como yo que no se preocupan de dar a los demás lo que les gustaría recibir de ellos; y si no existe este afecto, no hay caridad; pues la caridad hace que le hagamos al prójimo el bien que con justicia se puede esperar de un amigo fiel.

El que tiene este afecto y este cariño al prójimo, ¿podrá hablar mal de él? ¿podrá hacer algo que le disguste? Si tiene estos sentimientos en el corazón, ¿podrá ver a su hermano y a su amigo sin demostrarle su amor?

De la abundancia del corazón habla la boca; de ordinario, las acciones exteriores son un testimonio de lo interior; los que tienen verdadera caridad por dentro, la demuestran por fuera. Es propio del fuego iluminar y calentar, y es propio del amor respetar y complacer a la persona amada.

¡Hemos sentido alguna vez cierta falta de estima y de afecto a algunas personas? ¿No nos hemos entretenido más o menos en pensar a veces contra ellas? Si es así, es que no tenemos esa caridad que expulsa los primeros sentimientos de menosprecio y la semilla de la antipatía; pues, si tuviéramos esa divina virtud, que es una participación del Sol de justicia, disiparía esos vahos de nuestra corrupción y nos haría ver lo que hay de bueno y de hermoso en nuestro prójimo, para honrarlo y quererlo.

El segundo acto de la caridad consiste en no contradecir a nadie. Estamos juntos; se habla de algo bueno; uno dice lo que le parece y otro le replica indiscretamente: «No es así; usted no me lo sabría demostrar». Hacer esto es herir al que contradecimos; si él no es humilde, querrá sostener su opinión, y ya está la discusión que acabará matando la caridad.

No ganaré nunca a mi hermano contradiciéndole, sino aceptando buenamente en nuestro Señor lo que él propone; quizás tenga razón, y yo no; él quiere contribuir a mantener una conversación amable, y yo me empeño en convertirla en disputa; lo que dice, lo dice en un sentido que, si yo lo supiese, lo aprobaría.

¡Fuera, pues la contradicción que divide los corazones! Evitémosla como una fiebre que quita la razón, como una peste que lleva consigo la desolación, como un demonio que destruye las más santas congregaciones; elevémonos a Dios con frecuencia, y sobre todo cuando tengamos ocasión de entrar en los sentimientos del otro, para que nos conceda la gracia de obrar así, en vez de contradecirles y entristecerlos; ellos dicen buenamente lo que piensan, aceptemos también nosotros buenamente lo que dicen. (Cf. Op. cit., nn. 928, 933b, 935b, 938).

Oración final. ¡Oh Salvador, que viniste a traernos esta ley de amar al prójimo como a sí mismo, que tan perfectamente la practicaste entre los hombres, no sólo a su manera, sino de una manera incomparable! Sé tú, Señor, nuestro agradecimiento por habernos llamado a este estado de vida de estar continuamente amando al prójimo. Amén.

Terminar con los gozos o himno a San Vicente.

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